Sadam quiso apoderarse de la riqueza, Bush se lo impidió y el gran perdedor es el pueblo Iraquí kuwait.
En el balcón hay varios hombres de uniforme. Uno de ellos empuña su pistola, alza el brazo armado y dispara jubiloso contra el cielo. Abajo, en la plaza, una multitud le aclama. Los de abajo han perdido a cientos de miles de compatriotas. El de arriba ha perdido una guerra. Pero los de abajo aún vitorean y el de arriba aún dispara. La imposible escena sucedía en Mósul, al norte de Irak, en mayo pasado. Sadam Husein sonríe tras vaciar el cargador y vuelve a su bunker de Bagdad.Decenas, cientos de miles de muertos. El viaje a ninguna parte del pueblo kurdo. La hoguera inextinguible del petróleo kuwaití y el cielo ennegrecido sobre el golfo Pérsico. La nieve de papel sobre las cabezas augustas de los vencedores, que desfilan en Nueva York; el hambre y el miedo en los estómagos de los vencidos, que se arrastran de retorno a sus aldeas. Y Sadam, que sobrevive al holocausto y se agiganta en su vocación de monstruo.
Casi todos los pueblos reverencian / detestan a un antepasado ilimitadamente cruel, un monstruo capaz de verter en el albañal de las derrotas los ríos de sangre necesarios para cuajar lo que llaman "el espíritu de las naciones". Occidente guarda sus amadas / odiadas bestias -algunas muy recientes- en los libros de historia. La nación árabe, que transita por su siglo XV, podría estar aún pariéndolas.
Sadam Husein, autoproclamado heredero del babilonio Nabucodonosor y del kurdo Saladino, admirador de Adolfo Hitler y de Jósif Stalin, hace todo lo posible por encaramarse a los futuros libros de su pueblo. Sabe -matar -lo ha hecho con sus propias manos- y sabe cautivar -lo ha hecho cientos de veces. Conoce a la perfección el juego del dolor / amor, tan antiguo como el hombre.
¿Erró en sus cálculos el 2 de agosto del año pasado, cuando lanzó a 100.000 de sus hombres sobre el pequeño emirato de Kuwait y golpeó al mundo donde más le duele, justo en el petróleo?
Guardada en secreto
Tal vez malinterpretó las palabras de la embajadora de EE UU en Bagdad, April Glaspie: "No opinamos sobre los conflictos interárabes", en su conversación del 25 de julio de 1990, cuya versión íntegra Washington guarda en secreto. Tal vez fue el presidente norteamericano, George Bush, quien quiso que aquel "dictadorzuelo" árabe entrara en la ratonera kuwaití. Un año después, se sabe que Bush fue desde el principio partidario de ir a la guerra -contra la opinión de sus más cualificados asesores- y que Sadam no la rehuyó.A partir del 2 de agosto de 1990 comenzó una partida de ajedrez que todos tenemos memorizada. Ese mismo día, a petición de EE UU, el Consejo de Seguridad de la ONU emitió su resolución 660, exigiendo la retirada incondicional de los iraquíes. Al día siguiente, los ministros de Exteriores de Washington y Moscú, James Baker y Edvard Shevardnadze -quien dimitió en diciembre pasado-, firmaron una declaración conjunta contra la invasión de Kuwait.
El 4 de agosto, la Comunidad Europea imponía un embargo económico contra Irak. El 6 de agosto, el jefe del Pentágono, Richard Cheney, volaba hacia Arabia Saudí acompañado por un robusto militar que se haría célebre, el general Norman Schwarzkopf. El político y el militar se reunieron inmediatamente con el rey Fahd, el multimillonario custodio de los lugares santos del islam, profundamente atemorizado por las tropas iraquíes que cantaban victoria justo en la frontera de su país.
"SI se nos pide que defendamos Arabia Saudí, lo haremos; nos iremos cuando nos lo pidan, y no dejaremos bases permanentes", dijo Cheney.
"Vengan", respondió escuetamente el rey.
Ésas fueron las palabras, según el posterior relato de Schwarzkopf. Había nacido el Escudo del Desierto.
Cuenta atrás
El resto es de sobras conocido. Un día después, el primer contingente de tropas norteamericanas se desplazaba hacia el desierto saudí y comenzaba la cuenta atrás para el estallido de la guerra, la Tormenta del Desierto. Ni las 12 resoluciones de las Naciones Unidas, ni el plan de paz de Mijaíl Gorbachov, ni el ultimátum de la ONU (es decir, de la formidable coalición militar que amenazaba a Irak) exigiendo la retirada antes del 15 de enero, ni la reunión in extremis de Baker con Tarek Aziz en Ginebra, el 9 de enero pasado, hicieron dar marcha atrás a Sadam.A Sadam, tal como se ven hoy las cosas, le apetecía la guerra, aunque no tuviera la pretensión de ganarla. Envió a Kuwait medio millón de hombres, jóvenes y viejos, carne de cañón reclutada a la fuerza y abandonada a su suerte ante la prodigiosa tecnología armamentista de EE UU y sus aliados.
Sadam, buen cliente -el mayor del mundo- del mercado de armas, sabía perfectamente lo que estaba en sus manos y lo que tenía el enemigo. Así que sus mejores hombres, los de la Guardia Republicana, se quedaron en casa, en Irak, preferentemente en los alrededores de Takirit, la ciudad junto a la que nació Sadam y donde cuenta con los más firmes apoyos. Con ese enroque de rey, el líder iraquí renunciaba al ataque, pero se protegía contra un probable jaque mate. Podían comerle los peones, pero era difícil llegar hasta su refugio y ganarle la partida.
Y no se la ganaron. Al menos, no del todo. En la madrugada del 17 de enero, Washington y sus aliados abrieron fuego contra Bagdad, la ciudad cuyas noches fueron desde entonces como un árbol de Navidad iluminado", según el despiadado sarcasmo de la televisión norteamericana CNN.
El bombardeo duró cinco semanas, cada minuto de cada hora de cada día. Irak no respondió más que con algunos misiles de efectos insignificantes contra Israel -que no respondió-, Arabia Saudí y Bahrein. Sadam no pudo -o no quiso- emplear las terroríficas armas químicas que le habían vendido sus enemigos cuando eran amigos y cuando los gases sólo servían para asfixiar a los kurdos. La máscara antigás, uno de los símbolos de la guerra del Golfo, nunca fue necesaria para los aviadores.
El 23 de febrero por la noche, la coalición entró en el emirato para recoger -la palabra es ésa- decenas de miles de soldados iraquíes, famélicos y asustados, decenas de miles de kuwaltíes, famélicos y alborozados, y
de un país de cuyas tripas destrozadas brotaba humo negro de petróleo. Las bajas de la coalición sumaban 223 soldados, 16 de ellos por "fuego amigo". Las de Irak se desconocen. Unas 200.000, se estima. Puede que 300.000.
El 28 de febrero, George Bush anunció alto el fuego. "Kuwait ha sido liberado y el Ejército iraquí vencido. Los objetivos militares están cumplidos". Los kurdos iraquíes se rebelaban al norte. Los shiíes, cansados del predominio de la minoría suní, hacían lo mismo al sur. Las tropas de la coalición estaban en territorio de Irak y tenían el país a su merced. Sadam estaba acorralado. Lógicamente, debía huir.
Pero no lo hizo. El dictadorzuelo se mantuvo en su puesto y no cedió. Al contrario. Machacó a los kurdos, haciéndoles huir en un horroroso éxodo hacia la frontera turca e iraní, y mientras los asesinaba les tendió una mano y les ofreció el antiguo pacto de autonomía, que nunca había respetado. Martirizó con una sonrisa, y venció de nuevo. ¡Qué insondable es el alma de los pueblos! Los kurdos se sintieron lejos de Estados Unidos, lejos de quien les había instigado a la rebelión, lejos de los soldados que les arrojaban pan, mantas y desprecio desde los camiones en las montañas turcas, y volvieron al regazo cruel y conocido de Sadam.
El mal menor
Otro tanto sucedió en el sur con los shiíes. Estados Unidos, que no se atrevió a apostar claramente por los kurdos por miedo a poner en aprietos a su aliada Turquía -con una larga tradición represiva contra su propia minoría kurda- e incluso a la URSS, atisbaba la expansión del extremisimo Islámico iraní en caso de victoria de los shiíes. Sadam, el odiado, resultaba ser el mal menor. Dejemos, pues, las cosas como estaban.Las tropas norteamericanas y las de los 33 países aliados con Washington empezaron a volver a casa. Se celebraron desfiles y se repartieron medallas. Estados Unidos se resarció de Vietnam y recuperó el orgullo. Irak no se resarció de nada y recuperó la hambruna y las epidemias de hace muchas décadas. Kuwait recuperó el régimen dictatorial de su emir -cuidadosarriente preservado, por Arabia Saudí en un exilio de cinco estrellas- y su petróleo, todavía ardiendo. La economía mundial no entró en la temida recesión. La guerra, se supone, acabó bien. E incluso abrió una brecha por la que Podría colarse la pacificación de Oriente Próximo. Pero eso es otra historia.
El 23 de febrero por la noche, la coalición entró en el emirato para recoger -la palabra es ésa- decenas de miles de soldados iraquíes, famélicos y asustados, decenas de miles de kuwaltíes, famélicos y alborozados, y
de un país de cuyas tripas destrozadas brotaba humo negro de petróleo. Las bajas de la coalición sumaban 223 soldados, 16 de ellos por "fuego amigo". Las de Irak se desconocen. Unas 200.000, se estima. Puede que 300.000.
El 28 de febrero, George Bush anunció alto el fuego. "Kuwait ha sido liberado y el Ejército iraquí vencido. Los objetivos militares están cumplidos". Los kurdos iraquíes se rebelaban al norte. Los shiíes, cansados del predominio de la minoría suní, hacían lo mismo al sur. Las tropas de la coalición estaban en territorio de Irak y tenían el país a su merced. Sadam estaba acorralado. Lógicamente, debía huir.
Pero no lo hizo. El dictadorzuelo se mantuvo en su puesto y no cedió. Al contrario. Machacó a los kurdos, haciéndoles huir en un horroroso éxodo hacia la frontera turca e iraní, y mientras los asesinaba les tendió una mano y les ofreció el antiguo pacto de autonomía, que nunca había respetado. Martirizó con una sonrisa, y venció de nuevo. ¡Qué insondable es el alma de los pueblos! Los kurdos se sintieron lejos de Estados Unidos, lejos de quien les había instigado a la rebelión, lejos de los soldados que les arrojaban pan, mantas y desprecio desde los camiones en las montañas turcas, y volvieron al regazo cruel y conocido de Sadam.
El mal menor
Otro tanto sucedió en el sur con los shiíes. Estados Unidos, que no se atrevió a apostar claramente por los kurdos por miedo a poner en aprietos a su aliada Turquía -con una larga tradición represiva contra su propia minoría kurda- e incluso a la URSS, atisbaba la expansión del extremisimo Islámico iraní en caso de victoria de los shiíes. Sadam, el odiado, resultaba ser el mal menor. Dejemos, pues, las cosas como estaban.Las tropas norteamericanas y las de los 33 países aliados con Washington empezaron a volver a casa. Se celebraron desfiles y se repartieron medallas. Estados Unidos se resarció de Vietnam y recuperó el orgullo. Irak no se resarció de nada y recuperó la hambruna y las epidemias de hace muchas décadas. Kuwait recuperó el régimen dictatorial de su emir -cuidadosarriente preservado, por Arabia Saudí en un exilio de cinco estrellas- y su petróleo, todavía ardiendo. La economía mundial no entró en la temida recesión. La guerra, se supone, acabó bien. E incluso abrió una brecha por la que Podría colarse la pacificación de Oriente Próximo. Pero eso es otra historia.
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