Osiris Alonso D’Amomio
Obama Cumple. Estados Unidos deja Irak. Mal antecedente para Afganistán. Ahora ¿Irán?
“Cerramos un capítulo”, dijo el presidente Obama.
Le correspondía a Obama el horror de cumplir con la promesa de campaña. Colocar el punto final. Para una de las peores novelas de la historia del Imperio. Que resiste, a pesar de todo, la idea de la declinación.
En Atlanta. Como si fuera una producción de la cadena CNN. La imagen de la derrota era complementada, gráficamente, por la expresividad del auditorio. Una metáfora: la Convención de Veteranos de Guerra Discapacitados. Obama hablaba ante la conjunción de los infortunados parapléjicos. De los “héroes” que perdieron una pierna, un brazo. Los ojos.
La inmovilidad por “el destino manifiesto”.
Le correspondía a Obama el horror de cumplir con la promesa de campaña. Colocar el punto final. Para una de las peores novelas de la historia del Imperio. Que resiste, a pesar de todo, la idea de la declinación.
En Atlanta. Como si fuera una producción de la cadena CNN. La imagen de la derrota era complementada, gráficamente, por la expresividad del auditorio. Una metáfora: la Convención de Veteranos de Guerra Discapacitados. Obama hablaba ante la conjunción de los infortunados parapléjicos. De los “héroes” que perdieron una pierna, un brazo. Los ojos.
La inmovilidad por “el destino manifiesto”.
Bush. Padre e hijo
Corolario de la insensata respuesta al terrible atentado de Nueva York.
La necesidad de mostrar una enérgica reacción, entre la abundancia del desconocimiento.
Límites de una inteligencia costosa que no asumía, siquiera, la catástrofe del fracaso.
La minuciosa gestualidad de los preparativos culminó con el ataque programado del 20 de marzo del 2003. Costaba entonces atreverse a impugnar el fundamentalismo necio de George Bush. De los patanes ideológicos. Cruzados en la defensa del occidente que paradójicamente sepultaban.
De todos modos George, el hijo de Bush, mantuvo un comportamiento infinitamente más pernicioso que el de aquel padre homónimo.
Al menos don George, en la intervención de la década anterior, contaba con el pretexto servido, en bandeja, por Sadam Hussein. La extorsiva invasión al Kuwait. Pero después de haberse ofrendado (por los americanos y por los sauditas), a los efectos de contener al persa Irán. Con Khomeini sediento de petróleo místico. Casi predispuesto a llegar hasta La Meca.
Sin embargo, después de la invasión, al desatar el paquete de alimañas, don George percibió que lo conveniente era dejarlo, a Sadam, vivo. De pié, aunque acotado.
Entre precipitar una resolución que favorecía a los chiitas (los que se reportaban a Irán), o a los kurdos (que le complicaban la relación con Turquía, aliado regional del aliado Israel), lo menos grave era -para el Bush original de los noventa- aguantarse los desplantes del pintoresco tiranuelo de Tikrit.
Convenía mantenerlo a Sadam. Un sunnita autoritario, que después de todo se las ingeniaba implacablemente para degollar a los fundamentalistas islámicos que le entorpecían el interior.
Al mejor estilo Haffez, el sirio, adversario del mismo partido nacionalista Baaz.
Pero el Bush junior, después de los dos mil muertos de Nueva York, por la franquicia principal de Al Qaeda, decidió imponerle al mundo que los cruzados debían trasladarse hacia Bagdad. A los efectos de destruir las armas de destrucción masiva que existían, apenas, en la estrategia demencial de los halcones que respondían al lobby de la industria armamentista. Se habían apoderado del Pentágono.
Supo Bush junior arrastrar, para la embestida, a dos líderes pragmáticos. Socios para la aventura que también sacrificaron el incierto prestigio. A los efectos de acompañarlo en aquella fotografía grandiosamente solemne, registrada en las Islas Azores.
Junto al viejo aliado inglés, representado por Tony Blair. Y aquel ignoto exponente de la Europa arrogantemente periférica. José María Aznar, de España.
Fue una suerte que entonces la lejana Argentina no estuviera presidida por Menem. Podían haber sido cuatro -en tal caso- los retratados para la posteridad.
La necesidad de mostrar una enérgica reacción, entre la abundancia del desconocimiento.
Límites de una inteligencia costosa que no asumía, siquiera, la catástrofe del fracaso.
La minuciosa gestualidad de los preparativos culminó con el ataque programado del 20 de marzo del 2003. Costaba entonces atreverse a impugnar el fundamentalismo necio de George Bush. De los patanes ideológicos. Cruzados en la defensa del occidente que paradójicamente sepultaban.
De todos modos George, el hijo de Bush, mantuvo un comportamiento infinitamente más pernicioso que el de aquel padre homónimo.
Al menos don George, en la intervención de la década anterior, contaba con el pretexto servido, en bandeja, por Sadam Hussein. La extorsiva invasión al Kuwait. Pero después de haberse ofrendado (por los americanos y por los sauditas), a los efectos de contener al persa Irán. Con Khomeini sediento de petróleo místico. Casi predispuesto a llegar hasta La Meca.
Sin embargo, después de la invasión, al desatar el paquete de alimañas, don George percibió que lo conveniente era dejarlo, a Sadam, vivo. De pié, aunque acotado.
Entre precipitar una resolución que favorecía a los chiitas (los que se reportaban a Irán), o a los kurdos (que le complicaban la relación con Turquía, aliado regional del aliado Israel), lo menos grave era -para el Bush original de los noventa- aguantarse los desplantes del pintoresco tiranuelo de Tikrit.
Convenía mantenerlo a Sadam. Un sunnita autoritario, que después de todo se las ingeniaba implacablemente para degollar a los fundamentalistas islámicos que le entorpecían el interior.
Al mejor estilo Haffez, el sirio, adversario del mismo partido nacionalista Baaz.
Pero el Bush junior, después de los dos mil muertos de Nueva York, por la franquicia principal de Al Qaeda, decidió imponerle al mundo que los cruzados debían trasladarse hacia Bagdad. A los efectos de destruir las armas de destrucción masiva que existían, apenas, en la estrategia demencial de los halcones que respondían al lobby de la industria armamentista. Se habían apoderado del Pentágono.
Supo Bush junior arrastrar, para la embestida, a dos líderes pragmáticos. Socios para la aventura que también sacrificaron el incierto prestigio. A los efectos de acompañarlo en aquella fotografía grandiosamente solemne, registrada en las Islas Azores.
Junto al viejo aliado inglés, representado por Tony Blair. Y aquel ignoto exponente de la Europa arrogantemente periférica. José María Aznar, de España.
Fue una suerte que entonces la lejana Argentina no estuviera presidida por Menem. Podían haber sido cuatro -en tal caso- los retratados para la posteridad.
“Aún no hemos visto el final del sacrificio en Irak”, agregó Obama, ante el marco penoso de rengos e impiadosamente tullidos.
Lo que debiera irritar es que Obama tiene, en el fondo, razón. Porque el sacrificio, aparte, fue inútil. Ya que en la invasión de los dos mil le entregaron Irak, en bandeja, hacia Irán.
“Sin haber disparado un solo tiro”, diría John Baer.
El sacrificio va a continuar. Pero no sólo en Irak. Es por el pésimo antecedente para el epílogo igualmente desastroso que aguarda, y se dilata, en Afganistán.
Lo que debiera irritar es que Obama tiene, en el fondo, razón. Porque el sacrificio, aparte, fue inútil. Ya que en la invasión de los dos mil le entregaron Irak, en bandeja, hacia Irán.
“Sin haber disparado un solo tiro”, diría John Baer.
El sacrificio va a continuar. Pero no sólo en Irak. Es por el pésimo antecedente para el epílogo igualmente desastroso que aguarda, y se dilata, en Afganistán.
Contabilidad
El millón de muertos árabes distan de sensibilizar alguna estadística.
La crónica sólo puede dramatizarse con la contabilidad de los 4.300 muertos (norte)americanos. Gran parte de los cadáveres fueron hispanófonos. Patrióticamente combatieron por la utopía de conquistar -menos que el “destino manifiesto”- un pasaporte. La ciudadanía americana.
Otra cifra, la de 30 mil heridos, asegura la prospera vitalidad de la Asociación de Veteranos Discapacitados.
Y la monstruosidad de los 750 mil millones de dólares de gastos de guerra superaron, con amplitud, el presupuesto original. De 50 mil millones, imaginado por Donald Rumsfeld. Ante la intrascendencia de las palomitas negras como Colin Powell. O la arrastrada inutilidad de Kofi Anaan, de las Naciones Unidas que Bush -con el acompañamiento de Blair y Aznar-, se llevaban por delante. A punta de tergiversaciones y panzazos.
En menos de un mes, 100 mil soldados regresan (sin ninguna gloria) a casa.
Como aquel desolado Luke, personificado por John Voigth, de “Regreso sin gloria”. Volvía de Vietnam y podía, incluso en silla de ruedas, intentar hacerle el amor a Sally, la bellísima Jane Fonda. Y generarle el orgasmo inolvidable, el más inquietante -acaso- de la cinematografía.
Pero ánimo, no todo está perdido. Algunos miles de marines, de los que vuelvan (sin gloria) pero aún enteros, podrán ser trasladados, de inmediato, hacia Afganistán.
En Afganistán, Estados Unidos persigue, a ciegas, el ejemplo maléfico de la Unión Soviética.
Acude el imperio, también, a inmolarse. Entre las rocas ideales para ocultar a los Bin Laden de utilería. Y el opio fascinante que saben explotar los talibanes.
“Afganistán, el cementerio de los imperios”. Donde hoy los americanos suelen, cotidianamente, enfrentarse al espejo de otra derrota que deben saber leer los chinos. Los rusos. Brasil (Argentina está afuera de la fotografía).
Incita a pensar que a Estados Unidos ya no le queda otra alternativa, para ser militarmente respetados, que huir hacia adelante.
Por lo tanto, contiene cierta carnadura el vaticinio estremecedor. Alude al inevitable ataque hacia Irán.
La problemática fue minuciosamente tratada en las sesiones cerradas, desmesuradamente discretas del Club Bilderberg. Celebradas, ésta vez, en Sitges, dos meses atrás.
Según Jim Tucker -el máximo especialista en la agenda del Bilderberg-, avalan, los poderosos del mundo, el ”ataque aéreo a Irán”.
La crónica sólo puede dramatizarse con la contabilidad de los 4.300 muertos (norte)americanos. Gran parte de los cadáveres fueron hispanófonos. Patrióticamente combatieron por la utopía de conquistar -menos que el “destino manifiesto”- un pasaporte. La ciudadanía americana.
Otra cifra, la de 30 mil heridos, asegura la prospera vitalidad de la Asociación de Veteranos Discapacitados.
Y la monstruosidad de los 750 mil millones de dólares de gastos de guerra superaron, con amplitud, el presupuesto original. De 50 mil millones, imaginado por Donald Rumsfeld. Ante la intrascendencia de las palomitas negras como Colin Powell. O la arrastrada inutilidad de Kofi Anaan, de las Naciones Unidas que Bush -con el acompañamiento de Blair y Aznar-, se llevaban por delante. A punta de tergiversaciones y panzazos.
En menos de un mes, 100 mil soldados regresan (sin ninguna gloria) a casa.
Como aquel desolado Luke, personificado por John Voigth, de “Regreso sin gloria”. Volvía de Vietnam y podía, incluso en silla de ruedas, intentar hacerle el amor a Sally, la bellísima Jane Fonda. Y generarle el orgasmo inolvidable, el más inquietante -acaso- de la cinematografía.
Pero ánimo, no todo está perdido. Algunos miles de marines, de los que vuelvan (sin gloria) pero aún enteros, podrán ser trasladados, de inmediato, hacia Afganistán.
En Afganistán, Estados Unidos persigue, a ciegas, el ejemplo maléfico de la Unión Soviética.
Acude el imperio, también, a inmolarse. Entre las rocas ideales para ocultar a los Bin Laden de utilería. Y el opio fascinante que saben explotar los talibanes.
“Afganistán, el cementerio de los imperios”. Donde hoy los americanos suelen, cotidianamente, enfrentarse al espejo de otra derrota que deben saber leer los chinos. Los rusos. Brasil (Argentina está afuera de la fotografía).
Incita a pensar que a Estados Unidos ya no le queda otra alternativa, para ser militarmente respetados, que huir hacia adelante.
Por lo tanto, contiene cierta carnadura el vaticinio estremecedor. Alude al inevitable ataque hacia Irán.
La problemática fue minuciosamente tratada en las sesiones cerradas, desmesuradamente discretas del Club Bilderberg. Celebradas, ésta vez, en Sitges, dos meses atrás.
Según Jim Tucker -el máximo especialista en la agenda del Bilderberg-, avalan, los poderosos del mundo, el ”ataque aéreo a Irán”.
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