El físico tucumano Nadim Morhell.
AIN.- El invento del físico tucumano Nadim Morhell, nieto de sirios por padre y madre, y musulmán practicante, permitirá diagnosticar el riesgoso síndrome de hiperviscosidad, enfermedad asociada a la desnutrición y a embarazos no monitoreados
Durante las jornadas de divulgación científica organizadas por el Centro Atómico Bariloche (CAB) y el Instituto Balseiro (IB), una médica porteña, la neonatóloga María Salazar, se acercó a un científico experto en nanotecnología y le formuló la siguiente pregunta esencial: "ustedes que hacen esas cosas tan pequeñitas, ¿podrían fabricar un aparatito para medir la viscosidad de la sangre con muy poca muestra?"
El interrogante quedó atrapado en la mente del investigador que lo había recibido, Hernán Pastoriza, a la espera de quien pudiese madurar una contestación. Mientras tanto, Nadim Morhell, regresa del IB con el título de físico y decide hacer una maestría en un tema de física aplicada. O sea, trabajar con algo concreto en las antípodas de los problemas fundamentales del cosmos y del universo -abstracciones que habitan en el campo árido de la ciencia básica- y con una determinación agradable a la máxima de Miguel de Cervantes: "al que busca lo imposible es justo que lo posible se le niegue".
En esa búsqueda estaba Morhell cuando encontró al "nanocientífico" del CAB y su pregunta pendiente de respuesta. "No es una cuestión sumamente complicada, no está en el borde del conocimiento. Tal vez no ganés un Nobel con esto, pero quizá podamos fabricar algo enteramente con los elementos que tenemos aquí", más o menos le dijo el investigador cuando le ofreció dedicar la maestría a explorar la inquietud de la neonatóloga. Y como el proyecto coincidía con la intención de incursionar en el ámbito de lo tangible, el físico aceptó.
El viscosímetro de vidrio que Morhell exhibe en la palma de su mano delgada y afilada es más pequeño que una moneda de 5 centavos. El tamaño guarda relación directa con el procedimiento y el instrumental empleados para desarrollarlo, la misma "micro fabricación" requerida para la manufacturación de los transistores diminutos de los celulares: la prometedora nanotecnología y su inverosímil unidad de medida, el nanómetro equivalente a una millonésima parte de un milímetro.
Antes de seguir con la invención y sus derivas conviene despachar inmediatamente dos cuestiones. Por un lado, que la viscosidad es una medida de la fluidez (intuitivamente se sabe que lo que fluye bien es poco viscoso, que la miel es más viscosa que el agua). Por el otro, que la neonatóloga que desencadenó la investigación necesitaba el viscosímetro para diagnosticar el peligroso síndrome de hiperviscosidad sanguínea que estropea los órganos de los recién nacidos, debacle perfectamente evitable a partir de una detección precoz y exacta, y de una oportuna transfusión de sangre.
Imbuido de esos conceptos, y tras mucho trajinar, Morhell diseñó un dispositivo capaz de medir la fluidez con la infraestructura disponible en el CAB. Observado a trasluz, el viscosímetro de vidrio consta de una serpentina de capilares o "microcanales" perforados en la superficie. Su funcionamiento es muy sencillo y bastante parecido al del medidor de azúcar que usan los diabéticos: con una jeringa, el operador apoya una gota en la entrada de los canalcitos; por acción del principio físico de capilaridad, esta ingresa y se desplaza naturalmente por los conductos. Un sensor registra el movimiento de la gota y, mediante unos cálculos matemáticos, determina el valor de la viscosidad que, ubicado en el contexto de una escala, permite definir si la sangre testeada está o no por encima de la viscosidad promedio. Brillante, ¿no?
En la Ramada de Arriba, el licenciado Morhell es el "hijo de don Camilo", el almacenero del pueblo. A 2.200 kilómetros del laboratorio rionegrino y la nanotecnología implicados en la invención del viscosímetro, la despensa familiar fundada en 1940 resguarda la historia personal del inventor, nieto de sirios por padre y madre, y musulmán practicante. Un científico que cree en Dios y que, pese a la distancia y los rigores profesionales, mantiene las tradiciones de sus abuelos inmigrantes. Cada vez que el exigente IB se lo permitió, Morhell regresó a la Ramada para ayudar a su padre con la atención del bodegón.
De sus antepasados directos heredó la facilidad para las matemáticas, afición que, por otro lado, distingue a los árabes desde tiempos inmemoriales y que nadie celebró con tanta habilidad y gracia como Malba Tahan en la obra "El hombre que calculaba" (1949). Morhell se acuerda de que los símbolos numéricos que todos usamos se llaman arábigos porque los árabes los introdujeron en Europa y precisa que, entre otras ventajas, el sistema incorporó el cero, signo inexistente en los números romanos. Se cree que los símbolos arábigos hicieron posibles los grandes hallazgos de Newton y que la ausencia del cero impidió a Artistóteles completar ciertas teorías de la geometría diferencial. Según Morhell, las matemáticas son inconcebibles sin esa cifra nula que representa el concepto (trágico) del vacío y la nada.
A los números que llevaba en la sangre, él añadió el cultivo progresivo de las ciencias duras. De la primaria en la Escuela Belgrano (hoy Escuela de la Patria) saltó al Instituto Técnico, donde estaba esperándolo el profesor que lo incitaría a participar en las olimpiadas de Física. En esa época, Morhell leyó en LA GACETA una entrevista a un investigador del CAB y se sintió identificado con su historia. Cursó tres años de Ingeniería Electrónica, rindió las temibles pruebas del Balseiro y, pese a que no se tenía mucha fe, entró. Terminó la licenciatura y el máster, y, como un relojito suizo, este año empezó el doctorado, siempre en Bariloche.
La última etapa de su formación gira alrededor del microviscosímetro que creó y patentó, y con el que ganó -junto a su equipo de investigación- el primer premio (30.000 dólares o $ 120.000) de la edición 2010 del IB50K, concurso de planes de negocios con base tecnológica. En los años venideros, Morhell se propone desarrollar la plataforma para la fabricación en serie de este dispositivo de uso descartable que, de acuerdo con sus previsiones, puede costar alrededor de $10 por unidad.
Antes de ponerse a trabajar en su invento, Morhell investigó si en el mundo existía algún viscosímetro para el uso médico rutinario. Encontró aparatos similares en la industria farmacéutica que usaban una muestra de cinco gotas, eran complejos de operar y tenían un altísimo costo. ¿Por qué no había un viscosímetro para sangre? El mismo físico que respondió con un "sí" a la pregunta "¿se puede fabricar?" descubrió que el aparato no existía porque la hiperviscosidad es una enfermedad asociada a la desnutrición y a embarazos no controlados. La pobreza que desanima y desalienta a los mercados motivó a Morhell, que ahora fantasea con viscosímetros al alcance de los hospitales tucumanos.
Durante las jornadas de divulgación científica organizadas por el Centro Atómico Bariloche (CAB) y el Instituto Balseiro (IB), una médica porteña, la neonatóloga María Salazar, se acercó a un científico experto en nanotecnología y le formuló la siguiente pregunta esencial: "ustedes que hacen esas cosas tan pequeñitas, ¿podrían fabricar un aparatito para medir la viscosidad de la sangre con muy poca muestra?"
El interrogante quedó atrapado en la mente del investigador que lo había recibido, Hernán Pastoriza, a la espera de quien pudiese madurar una contestación. Mientras tanto, Nadim Morhell, regresa del IB con el título de físico y decide hacer una maestría en un tema de física aplicada. O sea, trabajar con algo concreto en las antípodas de los problemas fundamentales del cosmos y del universo -abstracciones que habitan en el campo árido de la ciencia básica- y con una determinación agradable a la máxima de Miguel de Cervantes: "al que busca lo imposible es justo que lo posible se le niegue".
En esa búsqueda estaba Morhell cuando encontró al "nanocientífico" del CAB y su pregunta pendiente de respuesta. "No es una cuestión sumamente complicada, no está en el borde del conocimiento. Tal vez no ganés un Nobel con esto, pero quizá podamos fabricar algo enteramente con los elementos que tenemos aquí", más o menos le dijo el investigador cuando le ofreció dedicar la maestría a explorar la inquietud de la neonatóloga. Y como el proyecto coincidía con la intención de incursionar en el ámbito de lo tangible, el físico aceptó.
El viscosímetro de vidrio que Morhell exhibe en la palma de su mano delgada y afilada es más pequeño que una moneda de 5 centavos. El tamaño guarda relación directa con el procedimiento y el instrumental empleados para desarrollarlo, la misma "micro fabricación" requerida para la manufacturación de los transistores diminutos de los celulares: la prometedora nanotecnología y su inverosímil unidad de medida, el nanómetro equivalente a una millonésima parte de un milímetro.
Antes de seguir con la invención y sus derivas conviene despachar inmediatamente dos cuestiones. Por un lado, que la viscosidad es una medida de la fluidez (intuitivamente se sabe que lo que fluye bien es poco viscoso, que la miel es más viscosa que el agua). Por el otro, que la neonatóloga que desencadenó la investigación necesitaba el viscosímetro para diagnosticar el peligroso síndrome de hiperviscosidad sanguínea que estropea los órganos de los recién nacidos, debacle perfectamente evitable a partir de una detección precoz y exacta, y de una oportuna transfusión de sangre.
Imbuido de esos conceptos, y tras mucho trajinar, Morhell diseñó un dispositivo capaz de medir la fluidez con la infraestructura disponible en el CAB. Observado a trasluz, el viscosímetro de vidrio consta de una serpentina de capilares o "microcanales" perforados en la superficie. Su funcionamiento es muy sencillo y bastante parecido al del medidor de azúcar que usan los diabéticos: con una jeringa, el operador apoya una gota en la entrada de los canalcitos; por acción del principio físico de capilaridad, esta ingresa y se desplaza naturalmente por los conductos. Un sensor registra el movimiento de la gota y, mediante unos cálculos matemáticos, determina el valor de la viscosidad que, ubicado en el contexto de una escala, permite definir si la sangre testeada está o no por encima de la viscosidad promedio. Brillante, ¿no?
En la Ramada de Arriba, el licenciado Morhell es el "hijo de don Camilo", el almacenero del pueblo. A 2.200 kilómetros del laboratorio rionegrino y la nanotecnología implicados en la invención del viscosímetro, la despensa familiar fundada en 1940 resguarda la historia personal del inventor, nieto de sirios por padre y madre, y musulmán practicante. Un científico que cree en Dios y que, pese a la distancia y los rigores profesionales, mantiene las tradiciones de sus abuelos inmigrantes. Cada vez que el exigente IB se lo permitió, Morhell regresó a la Ramada para ayudar a su padre con la atención del bodegón.
De sus antepasados directos heredó la facilidad para las matemáticas, afición que, por otro lado, distingue a los árabes desde tiempos inmemoriales y que nadie celebró con tanta habilidad y gracia como Malba Tahan en la obra "El hombre que calculaba" (1949). Morhell se acuerda de que los símbolos numéricos que todos usamos se llaman arábigos porque los árabes los introdujeron en Europa y precisa que, entre otras ventajas, el sistema incorporó el cero, signo inexistente en los números romanos. Se cree que los símbolos arábigos hicieron posibles los grandes hallazgos de Newton y que la ausencia del cero impidió a Artistóteles completar ciertas teorías de la geometría diferencial. Según Morhell, las matemáticas son inconcebibles sin esa cifra nula que representa el concepto (trágico) del vacío y la nada.
A los números que llevaba en la sangre, él añadió el cultivo progresivo de las ciencias duras. De la primaria en la Escuela Belgrano (hoy Escuela de la Patria) saltó al Instituto Técnico, donde estaba esperándolo el profesor que lo incitaría a participar en las olimpiadas de Física. En esa época, Morhell leyó en LA GACETA una entrevista a un investigador del CAB y se sintió identificado con su historia. Cursó tres años de Ingeniería Electrónica, rindió las temibles pruebas del Balseiro y, pese a que no se tenía mucha fe, entró. Terminó la licenciatura y el máster, y, como un relojito suizo, este año empezó el doctorado, siempre en Bariloche.
La última etapa de su formación gira alrededor del microviscosímetro que creó y patentó, y con el que ganó -junto a su equipo de investigación- el primer premio (30.000 dólares o $ 120.000) de la edición 2010 del IB50K, concurso de planes de negocios con base tecnológica. En los años venideros, Morhell se propone desarrollar la plataforma para la fabricación en serie de este dispositivo de uso descartable que, de acuerdo con sus previsiones, puede costar alrededor de $10 por unidad.
Antes de ponerse a trabajar en su invento, Morhell investigó si en el mundo existía algún viscosímetro para el uso médico rutinario. Encontró aparatos similares en la industria farmacéutica que usaban una muestra de cinco gotas, eran complejos de operar y tenían un altísimo costo. ¿Por qué no había un viscosímetro para sangre? El mismo físico que respondió con un "sí" a la pregunta "¿se puede fabricar?" descubrió que el aparato no existía porque la hiperviscosidad es una enfermedad asociada a la desnutrición y a embarazos no controlados. La pobreza que desanima y desalienta a los mercados motivó a Morhell, que ahora fantasea con viscosímetros al alcance de los hospitales tucumanos.
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